Es
complicado explicar lo que siento cada vez que cuento un cuento, cada
vez que estoy delante de alguien y empiezo a relatar una historia. En
mi familia nunca se han contado muchas historias, más bien, hemos
preferido el silencio a la palabra y es que ésta, no ha sido nuestra
mejor compañera de viaje. Desde mi abuelo José (no conocí a mis
bisabuelos o tatarabuelos...) a mí, las palabras nos han sido
esquivas. En un momento determinado de nuestro discurso, ellas se
vuelven irreverentes con su interlocutor y deciden, simplemente, no
ser pronunciadas. En ese momento, intentamos convencer a esa palabra
para que se deje decir. La lucha entre ella y nosotros se vuelve
encarnizada. Cuanto más nos esforzamos en pronunciarla, más se
esfuerza ella en no salir. Se niega, llora, patalea y se aferra con
todo su significado en nuestra garganta. Grita que prefiere vivir en
nuestro pensamiento, acompañada de otras palabras y otras ideas, que
fuera hace frío y que su poco peso no impedirá que el viento la
empuje a un lugar cualquiera, alejada de sus compañeras de oración
e, incluso de sintagma, perdiendo así todo su ser. Cuando por fin
conseguimos pronunciarla, la palabra aparece exhausta, sin compañía
y con apenas significado. El viento no tarda en llevársela lo más
lejos posible.
Así,
que la mañana que decidí contar historias oralmente fueron muchas
las palabras que, de antemano, ya me avisaron de que ellas no estaban
dispuestas a salir aunque fuera para formar parte de una historia.
Ellas prefieren vivir en todos los cuentos que habitan en mi mente,
saltar de una historia a otra formando frases distintas y viviendo
diferentes aventuras cada minuto. Sin embargo, yo sigo empeñado en
contar oralmente. Cada noche, mantengo largas conversaciones con las
palabras explicándoles porqué son tan importantes para mí y porqué
preferiría que saliesen libremente. Sin embargo, ellas siguen
pensándoselo y yo sigo intentado convencerlas.
Al final el que aguanta más es el que gana; ¡duro con ellas!
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