martes, 25 de marzo de 2014

Las palabras esquivas

Es complicado explicar lo que siento cada vez que cuento un cuento, cada vez que estoy delante de alguien y empiezo a relatar una historia. En mi familia nunca se han contado muchas historias, más bien, hemos preferido el silencio a la palabra y es que ésta, no ha sido nuestra mejor compañera de viaje. Desde mi abuelo José (no conocí a mis bisabuelos o tatarabuelos...) a mí, las palabras nos han sido esquivas. En un momento determinado de nuestro discurso, ellas se vuelven irreverentes con su interlocutor y deciden, simplemente, no ser pronunciadas. En ese momento, intentamos convencer a esa palabra para que se deje decir. La lucha entre ella y nosotros se vuelve encarnizada. Cuanto más nos esforzamos en pronunciarla, más se esfuerza ella en no salir. Se niega, llora, patalea y se aferra con todo su significado en nuestra garganta. Grita que prefiere vivir en nuestro pensamiento, acompañada de otras palabras y otras ideas, que fuera hace frío y que su poco peso no impedirá que el viento la empuje a un lugar cualquiera, alejada de sus compañeras de oración e, incluso de sintagma, perdiendo así todo su ser. Cuando por fin conseguimos pronunciarla, la palabra aparece exhausta, sin compañía y con apenas significado. El viento no tarda en llevársela lo más lejos posible.

Así, que la mañana que decidí contar historias oralmente fueron muchas las palabras que, de antemano, ya me avisaron de que ellas no estaban dispuestas a salir aunque fuera para formar parte de una historia. Ellas prefieren vivir en todos los cuentos que habitan en mi mente, saltar de una historia a otra formando frases distintas y viviendo diferentes aventuras cada minuto. Sin embargo, yo sigo empeñado en contar oralmente. Cada noche, mantengo largas conversaciones con las palabras explicándoles porqué son tan importantes para mí y porqué preferiría que saliesen libremente. Sin embargo, ellas siguen pensándoselo y yo sigo intentado convencerlas.

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